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sábado, 27 de enero de 2007

En la oscuridad (Abril 2004)

EN LA OSCURIDAD

Abogado Sr. Angus

En la oscuridad, el interior de la iglesia parecía el escenario ideal para una escena de alguna película de Tarantino o Alex De la Iglesia. Ninguna luz diurna se colaba por los amplios ventanales, lo cuál era ideal para que un abogado del diablo hiciese su trabajo. La misa de la tarde había concluido hacía poco con el sermón que cantaba las maravillas y beneficios de la castidad, ese invento tan divertido que quedó olvidado en desuso hace ya tanto tiempo. Los feligreses habituales en la parroquia del padre Carrasco, que disminuían en función de si el Real Madrid jugaba esa tarde o no, se marchaban ahora a disfrutar de las ventajas de no hacer ni puto caso del sermón que acababan de escuchar. (Por cierto, puedo contar una anécdota sobre uno de éstos: una vez, después de salir de misa de tarde, de irse de bares con los amigos, de ir a casa a cenar y a insultar a su esposa, se fue de juerga al prostíbulo de Mari Puri y encontró al monaguillo barbilampiño con pinta de atleta profesional que oficiaba en la parroquia, oficiando allí mismo con la misma esposa a la que había humillado ni siquiera dos horas antes.)

Esperé un poco oculto entre las sombras, mientras algunas personas, casi todas viejas elegantes con cara de amargadas se colocaban en la cola del confesionario. El imponente y orondo padre Carrasco se disponía a escuchar atentamente los pecados que sus estúpidos feligreses querían borrar de sus almas, sin saber que su destino estaba ya sellado. El padre abrió su libreta, en donde tomaba nota de todo cuanto oía, y quitó la capucha de su excelente pluma estilográfica bañada en oro, una de las ventajas que le proporcionaba el pasar absolutamente de los diez mandamientos. La primera de las figuras se agachó frente a la rejilla para ser la primera en confesar. Se llamaba...

Padre Carrasco

...Soledad Higueruelo. Una de las más antiguas tocapelotas de mi iglesia. Acudía casi siempre a misa para ocupar su lugar en la primera fila, y contemplaba mis ostentosos ademanes extasiada, lo mismo que sentía al oír mis sermones. Suspiré mientras abría mi libreta por la letra “H” hasta encontrar “Higueruelo, Soledad”.

Ahí estaban anotadas todas las confesiones que llevaba en ese año. Practicaba esta actividad una vez al mes, a comienzos de Mayo suponía la quinta. Todas las cosas que contaba eran estúpidas. Que si iba a ir al infierno por tener pensamientos obscenos con su cuñado, que si oyendo la radio accidentalmente había sintonizado una canción de AC/DC y la había oído hasta el final, que si era una incondicional de los reality shows tipo Gran Hermano y esas soplapolleces...temía ir al infierno y por eso aburría a un pobre cura que tenía cosas mejores que hacer. La vieja Soledad inició su quinta y última confesión.

- Ave María Purísima.

- A pelo concebida– Repliqué.

- ¿Qué?

-Sin pecado concebida. Perdón, hija mía, es la edad.

- Lo comprendo, padre. Mire, que le quería contar...no se cómo explicárselo, pero creo que mi marido estuvo el otro día en casa de un amigo suyo que tiene el Canal Plus, y estuvieron viendo un documental sobre naturaleza, o eso dice. El caso es que desde entonces me pide que le haga...ya sabe...me da pudor decírselo...

-Te pide favores sexuales.

-Sí, algo así. Él los llama “mamadas”, y también otras palabras que no quiero contarle.

- Te entiendo. Y sabes que esas porquerías van en contra de la iglesia y tienes miedo, ¿no?

- ¡Sí! Usted lo entiende todo, padre Carrasco.

- Bueno, pues tienes dos opciones: hacerle lo que te pide, o que se lo haga una de las putas de Mari Puri.

A continuación se pudo oír una exclamación ahogada y jadeos. Soledad no iba a decir nada más, así que le recomendé que leyese la Biblia, especialmente las partes tipo “has de honrar a tu marido”, y que si necesitaba ayuda más gráfica, que le pidiese al monaguillo barbilampiño el Playboy Especial, donde podría encontrar todo tipo de información sobre lo que le pedía su esposo. La vieja se fue entre lloriqueos y respiración entrecortada. El resto de la tarde transcurrió con las habituales confesiones vergonzosas y poco serias de las viejas. Tomé nota de todo cuanto escuché y aconsejé, y con lo que llevaba apuntado calculé que pronto podría dar carpetazo al libro que llevaba escribiendo los dos últimos años, basado en los secretos pecados de los que era guardián. El título provisional era “En la oscuridad”, pero también me gustaban “Confesiones para un ateo” y “Fundido en negro”, éste último tomado de una canción de Metallica.

Cuando di por terminada la jornada, cambié la obligatoria toga de los curas por un cómodo chándal, con el que me gustaba salir a hacer footing. Sin embargo, nada más salir a la calle, noté que había algo extraño en el viento. Olía a azufre, joder. Asustado, comprobé que no había un alma en la calle, literalmente. El viento empujaba las hojas, haciéndolas girar hipnóticamente hasta quedar distribuidas en tres montones de seis, y el cielo, antes oscuro, se había vuelto rojo sangre. Una mosca pasó zumbando cerca de mí y cayó muerta al instante. Y al pie de las escaleras, el abogado del diablo. Botas de motorista, vaqueros negros, camiseta de Iron Maiden (concretamente el dibujo de portada del álbum “The Number of The Beast”), chupa de cuero con cadenas y chapas metálicas, y un rostro maligno y sonriente. Dientes punzantes, más parecidos a los de un animal, nariz afilada y ojos relampagueantes. Para rematar, una larga melena pelirroja y rizada le caía en torrente sobre los hombros, y uno gastada gorra al revés le daba un aire a estrella del rock n’ roll. Una legión de cuervos llegó de repente y se posó sobre los árboles, como si fuesen espectadores.

El abogado del diablo portaba un maletín.

Abogado Sr. Angus

El Padre Carrasco iba en chándal, zapatillas deportivas y estaba asustado. Rondaba los sesenta, el pelo totalmente gris y gafas de concha. Me recordaba bastante a Ray Manzarek, teclista del mítico grupo The Doors. (Cuando el cantante, Jim Morrison, llegó al infierno vía sobredosis, yo fui quien firmó su hoja de ingreso, y debo admitir que Jim era uno de los tipos más simpáticos y pirados de cuantos he conocido en el infierno.) El cura se subió las gafas. Sudaba a chorros. Creo que me reconoció, o por lo menos supo quien era.

- ¿Padre Karras? – Dije con toda la simpatía posible. No convenía que el cura se pusiese muy nervioso.

- Carrasco...Padre Carrasco. – Seguro que tenía miles de dudas sobre lo que debía hacer en ese momento, pero siguió allí inmóvil. Algo se atrevió a brillar en él. Provenía de su pecho.

- Padre Carrasco, entonces. Soy...

- Prefiero no saber su nombre, señor. – Lo que estaba escondido en su pecho lanzó un segundo destello que me hizo daño en los ojos.

- Bueno, pues le diré que soy el representante de una sociedad anónima que quiere publicar el libro de confesiones que está escribiendo, padre. Aquí tiene mi tarjeta. ´

Le alargué una tarjeta blanca. Al inclinarse él para cogerla, otro pequeño haz de luz me alcanzó.

Padre Carrasco

El siniestro abogado me extendió la tarjeta de su sociedad. Cuando la cogí, retrocedió como si le hubiesen disparado con balas de fogueo.

¡Aaaahhhrggg! – Aulló. Entonces me arrancó el crucifijo de plata que llevaba al cuello (y que me había olvidado de quitarme cuando no oficiaba misa) y lo soltó como si le quemase. Lo pisoteó con rabia.

- Estas pequeñas estupideces están por todas partes, ¿verdad? – Sonrió, algo más calmado. Hacía un calor agobiante, pero cuando eché un vistazo a la tarjeta me quedé helado.

S.A. TANÁS

Especialistas en todo tipo de publicaciones clandestinas.

Máxima seguridad y discreción.

Tlf: 666 999 664

Preferible fines de semana.

- Naturalmente, al ser una sociedad anónima, no podemos hacerle saber cuales de nuestros miembros están a favor de invertir en usted y sus confesiones, pero le aseguro que son de los más influyentes en las decisiones finales. Pero si le parece, nos vamos a un bar para discutirlo mejor, ¿de acuerdo?

Yo estaba blanco como el papel. Me agaché para coger el crucifijo, pero lo había pisoteado con fuerza. Estaba a punto de partirse en dos. Supuse que ya no tendría importancia, y lo dejé caer. El tipo estaba radiante.

- ¡Bien, padre! ¡Muy bien! Por fin se ha desecho de esa baratija. Pronto tendrá otro crucifijo mucho más bonito y de mejor calidad. Y ahora – Me llevaba casi arrastrando. – le llevaré a un bar que seguro no conoce. Y a propósito, aunque no quiera saberlo, - Me taladró con sus ojos de fuego.- soy el señor Angus, abogado. Encantado de conocerle. Pero lo que le sorprende es la naturaleza de mi juego, ¡sí!

Abogado Sr. Angus

Lo llevé al Día de la Bestia, un local rockero muy de moda en Madrid después del estreno de la excelente película del mismo nombre, que nuestra sociedad produjo para el director Alex de la Iglesia después de que éste se afiliase de por vida a nosotros.

Era un bar sucio, con olor a sudor, tabaco y cerveza, con tipos desaliñados con camisetas de rock y chupas de cuero. Siempre había algún grupo en el pequeño escenario. Estábamos de suerte, pues el grupo que tocaba en esos instantes lo había mandado mi sociedad porque estaba previsto que acudiese allí con el cura. No estaba seguro de cómo se llamaban, pero el line-up era acojonante. A las guitarras Jimi Hendrix y John Lennon, Cliff Burton, el fallecido ex de Metallica, al bajo, el inigualable Keith Moon a la batería, con el mismo aspecto que cuando dejó huérfanos a The Who en 1978, y a la voz principal, probablemente el mejor frontman del infierno, tal y como demostró con AC/DC, el gigantón Bon Scott. (Freddie Mercury no había podido estar porque tenía lugar un homenaje a su persona en Londres, y le gustaba estar presente en este tipo de acontecimientos, aunque tuviese prohibido dejarse ver.)

El grupo estaba tocando “I’ll sleep when I’m dead” un tema con un título muy significativo que compusiera Bon Jovi, a quien llevábamos varios años tentando para que se uniese a nosotros. El padre y yo nos sentamos en una mesa apartada del resto de la clientela y pedí dos aguas benditas, una bebida compuesta de tequila y ron, no apta para gargantas débiles. El cura bebió y poco le faltó para echar fuego por la boca. Yo lo pude tragar sin dificultades. Lo encontré un poco frío, la verdad.

- Joder, padre, es que no tiene garganta para estas cosas. ¿Le pido una crucifixión?

- ¡NO! - Logró serenarse.- No. Oiga, si viene por mi alma, lo comprendo. Soy un mal hombre. Tomo nota de las confesiones de mis feligreses para publicarlas y hacerme rico. No merezco seguir viviendo. Ni siquiera creo ya en Dios. Yo...

- Oiga, padre, cálmese. – Le interrumpí.- No va a morir, ¡al contrario! Le ofrecemos la inmortalidad a cambio de los derechos de su libro. Nos interesa mucho el tema que toca, las confesiones. La gente se confiesa por miedo al infierno. Es bueno saber qué es exactamente lo que teme la gente del infierno, que cosas son las que les hacen creer que están condenados, ya sabe todo eso. Bueno, no tenemos toda la eternidad para discutirlo, (quien lo diría), tiene que darme la respuesta ahora.

Padre Carrasco

Ahora.

¿Qué respuesta podía darle que no me condenase? No sé a qué tenía más miedo, si a Dios, en quien no creía, o al infierno, en donde acabaría con toda seguridad. Bueno, no creo que me quedase otra alternativa, y por lo menos publicaría el jodido libro que nunca debí empezar. Me tomé un pequeño lapso de tiempo para despedirme de mi alma.

Adiós, vieja amiga. Ojalá te hubiese tratado mejor en estos sesenta años. Tuvimos nuestros buenos momentos.

Me pareció oír una vocecita que decía “¡Hijo de puta! ¡Ya era hora de que se te llevaran! Buenos momentos, dice...déjame y no vuelvas a molestarme”, pero quizás sólo fuese mi imaginación.

Miré al infierno que ardía en los ojos del señor Angus. Quise rezar un padrenuestro, pero hacía tanto tiempo que no lo hacía que había olvidado los versos. Sólo recordaba algunos.

“Padre nuestro que estás en los cielos...”

- ¿Y bien? – Preguntó Angus.

“...santificado sea tu nombre...”

- Necesito un trago. – Le dije. Bebí de su agua bendita y casi me quedo sin hígado.

“...no nos dejes caer en la tentación...”

- Ya ha bebido. Se nos agota el tiempo.

“...y líbranos del mal...”

- Sí.

“...amén...” .

Abogado Sr. Angus

El pájaro estaba en el nido y el cazador le había agarrado los huevos. (Los huevos que ponía el pájaro, se entiende, es una metáfora. A ver si me explico: El pájaro era el cura y sus huevos, los polluelos que iban a nacer. Los polluelos representan las ediciones del libro, cuyos beneficios serían para nosotros.) Tuve que sonreír. Jimi Hendrix se estaba pegando uno de sus solos que todos conocemos, capaz de levantar a los muertos. Keith Moon baqueteaba como un poseso. La muerte no le había cambiado nada. Y Bon Scott con sus alaridos...Era genial. El padre Carrasco sudaba como un cerdo, pero es que el calor que hacía era infernal. (Tampoco era de extrañar). Joder, me lo estaba pasando en grande. Apuré mi agua bendita y pedí una crucifixión muy cargada. Cuando se acercó el camarero, al que le habían salido dos alas de murciélago gigante en la espalda y se había olvidado de tapárselas, le dije que no escatimase con los clavos.

- ¡Bueno! Es un auténtico placer hacer negocios con usted, padre. – Comenté.- Ahora sólo una firmita en el contrato y se puede ir a su casa a descansar. Mañana cobrará los derechos del libro. Le mandaremos un mensajero. Desagraciadamente no disponemos de la suficiente moneda en metálico, pero tendrá su pago, un regalo sorpresa de aproximadamente el mismo valor. Y como veo que no tiene muy buena cara...parece enfermo, ¿sabe? Pues venga, firmemos ya el contrato. No se arrepentirá de haber hecho este negocio.

El cura no se movía. No ver, no hablar, no oír, como dice la canción. Tenía la cara gris y los ojos quietos, sin pestañear. Le sacudí.

- ¡Eh! Venga, firme aquí. –

Abrí el maletín y saqué un pergamino viejo y polvoriento, con una letra antiquísima e ininteligible. Lo puse sobre la mesa y el cura lo miró. Hizo un esfuerzo por leer lo que ponía, pero estaba en un idioma desconocido para los mortales.

- Dice básicamente que nos cede los derechos de publicación de su libro, que los detalles de producción (título, edición, precio, etc...) quedan a cargo nuestro, nosequé nosecuántos. Firme en la línea de puntos. No, hombre, no, con bolígrafo no. Es tan impersonal el bolígrafo...Imagínese (sólo es un supuesto) que en un tribunal tenemos que demostrar que la firma es auténtica. Preferimos que firme con su sangre. No se preocupe, es un simple proceso rutinario.

El cura, en aparente estado de shock, se movía lentamente, como un alma en pena. Pinchó su dedo pulgar con una aguja que sacó de un bolsillo y con escritura temblorosa estampó una firma que selló su destino. Para que fuese definitivo, saqué el matasellos de mi sociedad y lo mojé en tinta roja. Alcé la mano ante el contrato. La sombra del matasellos sobre el papel se asemejaba demasiado a una guadaña. Lo deje caer.

S.A.TANÁS

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Padre Carrasco

A continuación me levanté y salí de allí. Atravesé el tugurio en medio de toda aquella música sin mirar atrás. Angus no dijo ni hizo nada. Se quedó mirando el contrato con cara de flipe. No miré atrás hasta que llegué a la salida. Entonces me fijé en los músicos, y bueno, John Lennon me guiñó un ojo.

Un sueño. ¿Era un sueño? Desperté en mi cama entre fiebre y sudores, con la mirada fija en la imagen de la pared contigua. En la casa de un cura lo normal sería un cuadro de Cristo o una reproducción de La Última Cena, pero como yo era un cura ateo e hijoputa pues tenía la chica Playboy del mes de Agosto. Respiré profundamente. La novela. ¿Seguiría siendo mía? Me levanté de un salto y rebusqué furiosamente en el cajón, bajo una edición especial del Nuevo Testamento, que incluía una anécdota acerca de Cristo, Judas y cierta prostituta de Babilonia que se eliminó de la edición final. Allí estaba, el manuscrito original, documentado con decenas de anotaciones. Y en el ordenador estaba la versión definitiva, los frutos de tantos años de escuchar secretos ajenos en la oscuridad.

No volví a conciliar el sueño hasta bien entrada la madrugada. Con los primeros destellos del alba, unos golpes en la puerta me despertaron por completo. ¿Podría ser quien yo esperaba, o alguien totalmente diferente? Dudé si abrir o no, pero finalmente me puse la bata y abrí. Cerré de un golpe. No podía ser, no tenía que ser lo que había visto. Pero los golpes volvían a sonar con más fuerza y por miedo tuve que abrir otra vez. Allí estaba, la chica Playboy del mes de Agosto. Me agarró del batín y me llevó consigo.

La seguí a través de montañas interminables, desiertos áridos perdidos en lugares extraños y desconocidos, atravesamos ríos llenos de cocodrilos y cruzamos bosques embrujados. Un día llegamos a una vasta extensión de terreno pedregoso salpicado de arena caliente. El cielo era color rojo sangre y de vez en cuando escupía fuego que caía cerca de nosotros, y en el horizonte las montañas estaban coronadas por picos puntiagudos como los dientes de una bruja. En uno de ellos, brillaba una luz blanca con tal fuerza que me dio una pequeña esperanza. Me giré hacia la chica Playboy de Agosto, pero había desaparecido. Bueno, ella sí había desaparecido, pero su bikini estaba tirado en el suelo, con una nota escrita en la copa derecha de la parte superior. Escrita en una lengua bastante rara decía algo cómo:

“Quien escucha, su mal oye. Quien mal ajeno conoce, mal propio padece. Mal ajeno no desvelar, mal ajeno no divulgar. Confesiones ajenas alma corrompen. Alma corrompida, alma vendida. Vendiste tu alma y ahora está en manos de otro. Y tu castigo será vagar a través de los campos de destrucción para toda la eternidad. Firmado: S. A. Tanás.”

Solté la nota, que salió arrastrada por el aire. Caí de rodillas. Para siempre. En momentos así, un católico tenía a Dios para dar calor a su alma, un satánico tenía al diablo, pero alguien que había vendido su alma solo tenía un cheque en blanco y un billete de ida al final de todos los finales. Para quedarse en la oscuridad para siempre. Cerré los ojos y traté de buscar esa luz interior que se dice que todos tenemos. Creo que la encontré, pero la bombilla estaba fundida.

Dios

Había sido un día muy ajetreado. Tenía catorce palestinos en lista de espera para ingresar en el pabellón número 7, a ciento cincuenta cancerígenos para la unidad de enfermos terminales, y diez automovilistas que se habían pegado el golpe a dos kilómetros de Alcobendas, sin contar el joven que se habían cargado los ultrasur el domingo en el Bernabéu. Por las noches me gusta ver Crónicas Marcianas, en donde últimamente solían leer un capítulo del libro de reciente aparición “En la oscuridad”. Aunque no era moralmente ético, suponía una diversión y un morbo desconsiderados. Mientras Sardá leía las sorprendentes confesiones de una tal Soledad Higueruelo, me llamaron al móvil. El sonido polifónico de la Novena Sinfonía de Beethoven me martilleaba, llevaba tiempo queriendo cambiarlo. No fue difícil saber quien llamaba, pues era el único número en el mundo compuesto por una sola cifra igual. Respondí.

- ¡Qué pasa, Satán! ¡Cuento tiempo!

- ¡Hombre, Dios! Ya ves, ando viendo Crónicas. ¿Lo estás viendo?

- Claro. La Soledad Higueuelo esa, ¡que zorra! Vaya cosas que le hacía a su marido...

- De eso te quería hablar. Te cambio una Higueruelo por un toxicómano y un músico de rock.

- ¿Por qué?

- Porque en el infierno ya no quedan más pabellones para los toxicómanos y los rockeros. Estoy haciendo horas extras para tenerlos a todos bien agrupados y que no se escapen, pero es que no me queda más sitio. Venga, hazme este favor, tío, que somos colegas...

- Está bien. Cuando la palme la Higueruelo te la mando para allá.

- ¡Gracias! Eres la hostia, tío. Mañana tendrás al toxicómano y al rockero en tu puerta.

- Venga, Satán, hasta otra, que me estoy perdiendo Crónicas.

Colgué. Satán era un gran tipo, pero a veces demasiado pesado. Me jodía que yo tuviese que acurrucarme entre las nubes con un traje barato y tener que hacer siempre el bien, para que ese estúpido Papa pudiese seguir respirando allá abajo. A veces me gustaría ser como mi amigo Satán, bajo tierra en un lugar de sangre y fuego, con un trono construido expresamente para él, pudiendo pasearse en pelotas por donde le diese la gana, y con miles de sirvientes a su servicio, con todas las mujeres que quisiera, con conciertos de rock n’ roll cada noche...a veces desearía hacer el mal y que se celebrasen unas elecciones en el cielo para poner a otro gilipollas que lo hiciese mejor que yo. Los que supieron elegir bien, eligieron a Satán como su propio dios y así les va, de puta madre. Un día bajaré a la Tierra, me reencarnaré de pirómano psicópata, entraré en las iglesias con trapos mojados de gasolina y cerillas, y los fuegos artificiales se verían desde el infierno.

Abogado Sr. Angus

Otro día más en la ciudad, viendo como las ventas de “En la oscuridad” suben como la espuma, sobre todo después de la extraña muerte del padre Carrasco, a quien yo llamaba padre Karras. Encontraron su cuerpo en su piso, tumbado frente al póster central extra –grande de la chica Playboy del mes de Agosto. El cadáver estaba hinchado y morado, a punto de reventar de todo el alcohol que había tomado el día anterior. A su alrededor abundaban las botellas vacías y las cajas de pastillas. La primera hipótesis fue lo que resultaba obvio; que se había suicidado después de publicar su novela, por un lógico ataque de pudor, o de vergüenza, o algo así. Pero la autopsia descubrió que había consumido algún tipo de alucinógeno en las últimas 48 horas. Alucinógenos para ver al demonio, seguro. En sus últimas horas quiso saber si había algo más que Dios, por quien malgastó toda su vida en catequesis, en seminarios, total para llegar a los sesenta y sospechar que sí, había algo más y era mucho mejor. El padre Carrasco no vendió su alma al diablo. Tampoco se la había vendido a Dios. En realidad, nunca tuvo alma.

Como un perro sin hueso, como un muerto sin autopsia, caminó toda su vida buscando un camino, para en el final volver a caer en la oscuridad de la que nunca debió salir.

FIN

Abril de 2004, mientras escucho por primera vez el “Volumen Brutal”, de Barón Rojo.

Aún con sus fallos, es la historia de mi primera época de la que estoy más orgulloso.

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