Vistas de página en total

jueves, 17 de mayo de 2007

Al final de la calle (Segundo capítulo)

2.

Y la Luna en el de los demás. Por eso, todo Eibar brillaba con un tenue color nostálgico, un brillo lunar que le dio un nuevo valor a toda la ciudad. Una especie extraña de valor, antiguo con todo el aroma de las grandes epopeyas de tiempos pasados, realmente parecía de otra época. Eibar, tras tantos años de historia insulsa, se convertía en una residencia preciada para los viajeros, un descubrimiento curioso para los turistas, y un nuevo El Dorado para los saqueadores y conquistadores que estaban por venir.
Un enorme pedazo de Luna se había precipitado sobre la ciudad, no sin desintegrarse en millones de partículas de polvo lunar antes de chocar contra las torres más altas.
Sobre toda la ciudad, menos sobre nuestro barrio. Nosotros teníamos algo mejor. Nosotros teníamos el Sol en nuestro parque, incrustado en un enorme agujero en el suelo de baldosas de color rosa, más resplandecientes ahora que nunca. El agujero era ilimitado, la apoteosis de todos los orificios terrenales, pero no se salía fuera de las fronteras del parque.
Todo el recinto brillaba. La luz se extendía alrededor de él y hacia arriba, y en todos nosotros.
Cada día lo pasábamos allí, sentados, hablando, bailando, bebiendo, riendo, creciendo. Siete condados de juventud en las gradas, contemplando el Sol en nuestro dominio. Los Reyes de Eibar. Cinco repartidos, esparcidos aleatoriamente. Dos de ellos, cromosomas compatibles, estaban sentados juntos frente a la hoguera natural, los únicos que podían juntarse por entonces, cuando la hoguera resplandecía menos (voluntariamente) se juntaban aun más.
Tres más, dos cromosomas iguales y otro diferente, compatible y solicitado, pero no cedía. Éste cromosoma femenino era muy admirado por los cinco masculinos restantes, incluyéndome, pero, que se supiera, nunca respondía a las súplicas, en diferente medida, que le concedíamos. Esos tres (esos dos y ella), como decía, estaban cada uno en una grada, de la primera a la tercera, en una especie de diagonal formada por ellos mismos.
Paz a los muertos. Está mal usar los nombres reales de los que vivieron esta historia, sobre todo porque eran mis mejores amigos, porque están muertos y porque no puedo saber si estarían de acuerdo en que confesase sus nombres aquí. Y no voy a inventarme nombres para hacer más sencilla la narración, porque sería sustituirlos, y eso no es posible. Paz a los muertos.
En la cuarta grada, ligeramente apartado de los demás, estaba yo con mi alcohol y mi crisis existencial. A quien menos alegraba el regalo del cielo, era a mí. Los otros cinco no se habían internado todavía en el resto del nuevo Eibar lunar, no habían vuelto con polvo brillante en los zapatos ni con interesantes jirones en la ropa. Puro peligro salvaje, Eibar era ahora la selva en la Luna. Una aventura como las de antes, que hasta el momento sólo yo había vivido.
Pero eso no importaba, porque de pie en el centro de la quinta grada, estaba Quim con su enorme bebida alzada y su camiseta de Sangtraït, negra con la portada del Contes i Lleguendes (¿De dónde coño la habría sacado?). El puto rey de Eibar, el único con derecho a reinar, el viajero en el tiempo, el único con cojones de vivir en los noventa y en Catalunya, en vez de aceptar que era una década más tarde y en Euskadi, sólo le faltaba proclamar “Esto es así porque lo digo yo”, que otros tantos proclamaron y su imagen de hijoputas subió mucho. Quim no era ningún hijoputa. Quim era mi mejor amigo y el mejor ser con vida que existía en aquel páramo del mundo. Y si nadie se daba cuenta, peor para ellos.
Los otros cinco bebían y cantaban, daba igual el idioma. Yo bebía y cantaba, pero todo se quedaba dentro de mí y sólo salía lo primero. Quim lo expulsaba todo. Ejerciendo de pinchadiscos, había traído su cassette al parque. Una de los noventa, como debía de ser, sin mp3 ni piratería ni nada que no fuera de su época. Cintas de 90 minutos regrabables y que había que cambiar de cara manualmente en cuanto se acababa una. Y cintas originales compradas en tiendas, las más caras por mil pesetas. Y ahí estaban mucha música prestada y/o hurtada a nuestros padres, hermanos, colegas, en las tiendas, algunas cintas incluso compradas legalmente en mercadillos, había de todo. Historia a puñados. Y en casa teníamos vinilos, y Cds, y camisetas, y pósters, y revistas, y entradas de conciertos, y fuimos a muchos conciertos todos juntos, o una parte de los cinco y Quim y yo, o uno o una de los cinco y Quim y yo, o Quim y yo solos.
Quim eufórico, borracho de música y de vida. Nostalgia y amistad bebiendo con nosotros, silenciosos camaradas que llenaban nuestros vasos. El Sol de anfitrión. Nadie notaba que las baldosas rosas se iban volviendo rojas, nadie notaba que los hierbajos que asomaban entre ellas se iban chamuscando.
Quim creyéndose Adriá Puntí , entonaba, tras varios momentos de música, la misma frase que el cantante entonó en mitad de una de sus canciones. Quim entonó para los reyes de Eibar.

- Señoras y señores, damas y caballeros, ¡voy a deleitarles con mi última canción! Una canción que llevo dentro, y debo decirles, ¡QUE LA SIENTO DE VERDAD!

Y nos contó una de sus aventuras en las que corría con una dama por las calles empedradas de París, y había humedad en sus cuerpos, y levantó faldas, y vio cielos negros con estrellas entre otras cosas. Vamos a engañarnos…
Todos sabíamos que Quim no se había movido físicamente de Eibar, como ninguno de nosotros, que el único interior femenino por el que había pasado era el materno, que la única humedad que sentía su cuerpo era cuando se quedaba en la calle debajo de una tormenta, las únicas faldas las había levantado en clase de primaria y ahí se había quedado, y a los únicos cielos negros que podía referirse con conocimiento real era los que veía en las noches cerradas, desde su habitación, un ático, quizá el lugar cubierto de más altitud de nuestro barrio, Amaña.
Quim hizo de Adriá Puntí y bebió, y fumó mucha marihuana, y los demás hicimos de seguidores de Adriá Puntí y bebimos y fumamos casi más que él. Pero al final, el único que quedaba era yo, los demás adormecidos, inconscientes o follando silenciosamente a la luz del Sol, en plena noche. Me alegré mucho por aquellos dos cromosomas compatibles, pero también sentí envidia, una envidia sana pero mortífera. Y los otros cuatro, exceptuando a la chica pero incluyendo a Quim, es decir, otros cuatro tíos y yo, estábamos necesitados de relaciones con el sexo femenino, y esta vez sí, incluyo a la chica de la segunda grada.
Eibar Lunar era un viaje arriesgado por la noche. Ninguno de ellos sabía la existencia de mi anterior aventura en solitario allí, ni tenían por el momento intención de ir. Ni siquiera en misión de exploración.

Me acodé en las almenas observando.
(Pensando, buscando respuestas)
Tres colores. Cerca de mí, el anaranjado del Sol
(La boca del infierno)
La extensión azul blanquecina que era el Eibar Lunar
(La más oscura profundidad del más proceloso de los océanos)
El negro del cielo que iniciaba en los picos de las montañas que nos rodeaban
(La Muerte tenebrosa e imparable en cualquiera de las épocas)
Me preguntaba si esto estaba bien, era suerte o era malo
(Tengo tanto miedo, sé que algo malo va a pasar)
No alcanzaba a entender porqué había empezado todo
(El Sol se ha caído, joder, estoy tan solo)
No sabía si tenía miedo, pero alegre no estaba
(Estoy tan solo, algo muy malo esta pasando y estoy tan solo)
No sabía nada, así que fui a obtener información al Eibar Lunar
(No te lleves a Quim no te lleves a Quim no te lleves a Quim)
Quim no parecía estar muy bien
(Este tío nunca duerme, vete sin que te vea)
Así que fui a profanar Eibar sin él
(Nadie va a salir vivo de esta)

Y silencié mis pensamientos mientras bajaba por la carretera, y el polvo lunar comenzaba a verse.