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miércoles, 25 de abril de 2007

Al final de la calle (Primer capítulo)

AL FINAL DE LA CALLE
(Kale bukaeran / Al final del carrer)

1.

Mi amigo decidió llamarse Quim y todos lo respetamos. Mi amigo decidió que era catalán y que eran los años noventa, nosotros hicimos ejercicio de nostalgia y lo aceptamos. Mi amigo decidió que la música era Sangtraït, Sau, Sopa de Cabra, Lax N Busto, Els Pets, Lluïs Llach y todos dijimos que bueno, que vale. No volvimos a recordarle que no era nada más que Eibar, no era l’Empordá como el se esforzaba en creer, que era el año 2007 y todo el encanto de los noventa había muerto hace tiempo. Ya no éramos niños, éramos adolescentes de 18, 19, 20 años y habíamos perdido la magia hacía mucho. El mundo ya no empezaba y acababa en nuestro barrio, iba mucho más allá y estaba lleno de colmillos que nacían en el suelo y todo el tiempo trataban de joderte la vida. El mundo era algo demasiado grande, demasiado extenso y complicado para Quim. Por eso los demás comenzaron a aislarle, tal vez, Los demás no aceptaron su forma de ver su realidad, le recordaron que esto era Euskadi, la música era Su ta Gar, Gatibu, Betagarri, Berri Txarrak, Kepa Junkera, y le gustase o no, era lo que había. No había más decada de los noventa. Ya tuvimos todos suficiente con el desengaño que vivimos cuando se acabó, cuando el año 2000 llegó y nos hizo púberes, prototipos de adultos, y se ocupó de quemar nuestros sueños.
- Estaban todos condenados, tío. – Decía Quim con una cerveza en la mano, sentado con la espalda en la pared de cemento. – Condenados y aburridos.
- Ya. – Dije yo. - Y eso lo has decidido tú porque sí, como todo. ¿No?
- Exacto, como todo lo demás.
A veces se ponía insoportable en su soberbia, así que me giré y le dejé en su mundo. Un mundo que poco a poco se iba convirtiendo en mi mundo. Me alejé unos metros con mi Heineken y mi aburrimiento. Observé el camino de mi propia sombra, que se iniciaba en el suelo donde mi cuerpo acababa y se extendía a lo largo de muchas baldosas de 6x6 centímetros, en forma de cuadrado y de color rosa oscuro, con algunos hierbajos entre las rendijas. Nuestro parque de toda la vida. Ubicado a la par de una carretera de pronunciada pendiente, se elevaba varios metros sobre el asfalto y su pared era vertical, imposible de escalar a pesar del musgo y las grietas. Nuestro territorio estaba bordeado por una especia de almenas de cemento, con baldosas lisas para sentarse o para dejar los vasos, por ejemplo. O para subirse encima y proclamar, pues todo Eibar podía verse desde allí. Todo el que se subiera a las almenas podía ser el Rey de Eibar. Así que puede decirse que el reinado de Eibar tuvo muchos mandatos de cortísima duración. La carretera rodeaba gran parte del parque, y terminaba conduciendo, tras varios retorcidos tramos con curvas, a la zona más alta de la ciudad, pero eso no era un lugar que nos gustase conquistar. Era el cementerio municipal, y antes fue la escuela del barrio en el que todos nosotros nos conocimos hacía tanto tiempo. Creo que nunca habíamos subido todos juntos allí arriba.
- Algún día eso pasará, ya lo verás. – Murmuró Quim a mis espaldas.
No contesté. No me giré. Él ya leía mis pensamientos.
- Todos subiremos juntos allí arriba, algún día. Y no será mejor que este sitio, pero será el que tengamos para siempre. – Trago de Heineken. – No lo olvides, tío. ¿De acuerdo?
Desde mi emplazamiento, a medio camino entre la exagerada longitud de una sombra al atardecer que no era más que mi propia sombra, pero que se veía enorme, y detrás de mí la sombra de Quim, naciendo desde su asiento donde acababa el suelo y nacían las gradas del parque, las dos sombras me acorralaron. E incluso la mía era peligrosa.
Y antes de que ninguno de los dos pudiésemos reaccionar, las sombras comenzaron a extenderse de forma incontrolable, porque algo muy grande estaba cayendo del cielo a toda velocidad.
Por lo que se podía deducir, el Sol, con su majestuosidad astronómica e interplanetaria, descendía del universo a un ritmo tan endiablado que lo haría estallar, a él y a nuestro parque, y probablemente a todo el planeta.
Y a medida que aumentaba el sonido de su zumbido al caer, la paradoja que arrastraba en su suicidio se hacía evidente:
El Sol, el objeto, cosa o ser más luminoso y resplandeciente de todo el Universo, de todos los Multiversos, traía con su luz la oscuridad más absoluta.
El Sol en nuestro territorio y la Luna en el de los demás.